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Antioquía (Hatay), 6 de febrero de 2023, epicentro del terremoto (Turquía).

Como si de una bomba atómica se tratara, el pasado día 6 de febrero tuvo lugar el terremoto que ha arrasado ciudades enteras en la frontera turco-siria. El número de afectados es de trece millones de personas -un 15% de la población turca-, y solo en Antioquía con medio millón de habitantes, se prevé que el número de fallecidos alcanzará los cien mil.

El día 8 de febrero me desplacé a Antioquía (Hatay). El aeropuerto estaba cerrado por el daño en las pistas estando únicamente habilitado el de la ciudad de Adana, un trayecto que hasta Antioquía suele ser de dos horas y media y que, en esta ocasión, hicimos en diez horas de angustiosa caravana. Un atasco de maquinaria de ayuda y solidaridad que sorteaba las carreteras dañadas entre cientos de camiones, grúas, ambulancias y morgues. Largas colas de espera en las gasolineras, la mayoría desabastecidas o destruidas.

Entrada la noche, llegamos a Antioquía. Un GIF kafkiano de una sucesión de atrocidades. La ciudad gélida -entre cero y menos cinco grados-, y sin luz se vislumbraba destruida entre el polvo y los fuegos que hacían para calentarse, quienes habían sobrevivido. La ciudad estaba en el suelo y aquellos edificios que aún estaban en pie, lo hacían sostenidos en un suspiro que se desvaneció tras el terremoto del día 20 de febrero, casi dos semanas después.

Un tetris de destrucción masiva. Aquella maravillosa e histórica ciudad de color y música no podía ser la misma. Era imposible. Yo no fui capaz de reconocer ninguna calle. No sabía ni dónde estaba.

El ruido era ensordecedor. Un ruido desquiciante en la oscuridad: el de los gritos de las personas que buscaban a sus familiares, aquellos que les habían encontrado muertos, los que aguardaban durante días frente a los restos de sus casas en busca de esperanza. El ruido de las grúas que desescombraban tabiques para encontrar vivos, el de las sirenas azules (ambulancias), verdes (morgues), el de los escasos generadores, el de los camiones descargando, el de los escombros que caían y el de cada nueva réplica. El del eco del polvo, de la luna amarilla y de la suciedad. Ruido constante, enloquecedor y aunque en algún momento en la confusión de la noche mermara con el sonido del motor del coche que nos calentaba mientras dormíamos, el ruido nos seguía taladrando la cabeza.

Nuestra base era la de Dünya Döktorlari Dernegui (DDD, Médicos del Mundo Turquía), organización con la que he colaborado desde el año 2014 de forma personal y económica desde mi empresa. Un gran equipo de sanitarios que han atendido desde Antioquía el éxodo de refugiados sirios desde que comenzó la emergencia en el año 2011, mediante la creación de hospitales e infraestructuras para la asistencia médica tanto en Antioquía como en la zona norte de Siria.

Alrededor de un fuego estaba esa parte de los equipos que habían sobrevivido al terremoto y que aguardaban en silencio la angustiosa incertidumbre – saber sí sus familiares, compañeros y amigos, estarían vivos-. Muchos de ellos no lo estaban, como supimos después con la llegada en cuentagotas de noticias imposibles de asumir entre lágrimas y gritos de desesperación. 

De madrugada llegó el equipo de emergencia del SAMU, Servicio de Asistencia Médica de Urgencia (Sevilla). Dos sanitarios, tres rescatistas y un perro, Homero. Dünya Doktoralari (DDD) organizó la coordinación. Yo pude acompañarlos en las tareas de rescate y aunque las experiencias que vivimos son casi imposibles de transmitir en la escritura, el equipo trajo luz desde los escombros. Sí no fuera porque la realidad era absoluta, parecería una película en la que de forma continuada pusimos nuestra vida en riesgo, no porque fuésemos heroínas, sino porque en esos momentos de desazón por encontrar personas vivas atrapadas, se deja de pensar.

Hay momentos que me duelen como un cuchillo en las entrañas solo con el recuerdo.

En un barrio en el que parecía que ningún equipo de rescate había accedido -digo parecía porque era imposible saber qué edificios habían sido marcados. -, una madre nos llevó desesperada hasta los escombros de su casa. Había hablado cada día con sus dos hijos enterrados, pero desde la noche anterior, ya no los escuchaba. A un metro de distancia asomaba el pie de uno de sus hijos. Llegamos tarde. Reaccionó con ira y con la poca fuerza que le quedaba -tras días acompañando a sus hijos en los escombros- tiró piedras a los restos de su casa. No podré olvidarla ni dejar de sentir la pena de la que nunca se recuperará.

En realidad, llegamos tarde a casi todo. Aunque los equipos de búsqueda hallaran vida, no había suficientes efectivos para desescombrar y sacarles. Y no los había porque era imposible. Se hubieran necesitado tantos equipos de rescate como edificios caídos, en una ciudad en la que, además, todas las instituciones y prácticamente todo el personal -policía, protección civil, personal sanitario, rescate – habían desaparecido. Los cálculos del número de personas bajo los escombros eran demoledores. Edificios que en principio aparentaban ser de un máximo de 2/3 plantas, lo eran de 15/20 plantas. Calculando el número de personas por unidad familiar, nos llevaba a la conclusión que bajo esa única planta habría un mínimo 50/60 personas enterradas. Ni aun así podías creerlo. Solo el olor a cadáveres te devolvía a lo que podría ser una realidad. Un olor tan penetrante que aún hoy, casi un mes después, me acompaña con náusea donde quiera que esté.

Mujeres embarazadas muertas. Casi todos ellos yacían en sus camas por la hora en la que se produjo el terremoto. Madres postradas con sus hijos. Treinta segundos bastaron para llevarse sus vidas. Treinta segundos en los que se desplazaban en un metro y medio de izquierda a derecha, de arriba abajo hasta quedar sepultados. ¿Cuántos bebés de estas mujeres embarazadas se podrían haber salvado? ¿Cuánto tiempo permanecen con vida dentro del útero materno? ¿Cuántos profesionales se hubieran necesitado para conseguirlo? 

Una mujer con dos cuerpos a su lado en el suelo metidos en unas bolsas amarillas comenzó a chillar desesperada preguntando el porqué de lo ocurrido. Ella junto a otros voluntarios comenzaron a cargar las bolsas llevando los cadáveres de sus padres hasta la ambulancia. Lograr que dejara a dos de los sanitarios del SAMU cargarles para poder sostenerla los 300 metros en los que caminamos hasta la ambulancia, fue perverso por inhumano y porque dudo que en la vida se pueda tener un dolor más atroz. No sé su nombre, pero su mirada me acompañará siempre.

Sin duda, lo peor de todo era tener que dejar a estas personas deambulando en su soledad, frío, suciedad y pena. No podíamos asistirles porque la prioridad era seguir buscando vidas y porque no había habilitadas instancias ni personas que pudieran atenderles.

Jornadas extenuantes y continuadas, con el intenso deseo de no terminar para seguir buscando. En las calles, llenas de botellas de agua para consumo, y de la ropa amontonada que sacaron de las viviendas como abrigo en una especie de autoservicio, se habilitaron algunos puestos donde ofrecían la tradicional sopa de lentejas turca. Me preguntaba cómo podíamos comer con ansía mientras caminábamos entre cadáveres envueltos o en bolsas.

Las noches las dedicábamos a montar la base para que los equipos médicos pudieran seguir trabajando. También se trataba de cocinar algo caliente en los gases. Comíamos alrededor del fuego cuya leña eran las puertas, mesas, sillas y maderas recogidas del edificio que, hasta entonces, era su clínica. Así se hacían todos los fuegos de la ciudad.

Teníamos peticiones de búsqueda a cada paso. Diferenciar entre quienes sabían que no encontraríamos vida y aquellos que sí, hacía que las decisiones fueran inmediatas sin tiempo para reaccionar. Todos necesitaban empezar su luto o seguir aferrados a la esperanza.

Una noche a la una de la mañana, comenzaron a oírse los aplausos de un rescate. Los que aún seguíamos sentados al calor de las cenizas del fuego -o tomando agua caliente con polvos de café- a una temperatura de unos menos tres o cuatro grados, salimos corriendo. Cuando llegamos al edificio nos encontramos, como de costumbre, un centenar de voluntarios con grúas intentando rescatar a una mujer de más de 70 años.  Llevaba una semana atrapada y en las tareas de desescombro se había visto una luz. Incompresible. Para localizar donde estaba llegó el equipo de tomografía térmica, un láser que posicionado en los tabiques emite una luz verde y cuando hay vida, roja. En ese momento nos arrodillamos en el suelo para lograr un silencio absoluto y evitar movimientos. Las familias postradas durante días en sus edificios fueron determinantes en los rescates porque ayudaron a comprender los espacios de las instancias donde se hallaban. Horas después lograron rescatar con vida a esta mujer y a su lado, a un señor de 85 años.

En el año 2014 me desplacé por primera vez a Antioquía (Hatay). Sus pequeñas callejuelas de historia, color y música en directo acogían cientos de refugiados sirios que huían de la guerra a escasos kilómetros, tras el humo de los bombardeos que se divisaban desde Reyhanli.

Antioquía, la ciudad donde San Pedro fundó la primera iglesia del mundo y les denominó cristianos. La ciudad del imperio sirio, tercera del imperio romano después de Roma y Alejandría, cuna de los mayores mosaicos romanos de Europa. Sin duda, mi ciudad preferida en Turquía, ejemplo de diversidad y multiculturalidad, donde la solidaridad turca se acentuaba.

Casi dos millones de refugiados se establecieron en estas ciudades turcas fronterizas, ahora devastadas por el que, probablemente será, el peor terremoto de la historia.

Dediqué cinco años de mi vida a la investigación de la tesis doctoral que publiqué en el año 2019 (UCM) para intentar entender cómo millones de refugiados sirios -el mayor éxodo humano desde de la II Guerra Mundial-, se integrarían en la sociedad turca cuando ni siquiera les unía la cultura o el idioma. En este sentido era fundamental conocer como el resto de los países asumirían una carga de refugiados que presionaba las infraestructuras de estas zonas, todas ellas saturadas.

A día de hoy, la ciudad de Antioquía ha desaparecido entre los escombros. Nadie habita sus calles. Aquellos que sobrevivieron malviven en las tiendas de campaña habilitadas para más de tres millones de personas que lamentablemente, únicamente asisten organizaciones turcas.

El 7 de marzo me desplacé a la zona norte de Siria (Afrin, Cinderes e Idlib), a escasos 30 kilómetros de Antioquía. Los edificios aún seguían en pie, si bien era imposible distinguir los daños de los bombardeos del propio terremoto.

En Siria siempre he tenido la misma sensación de angustiosa inseguridad porque solo ves personas armadas. Comprendes que tu integridad física está expuesta en todo momento. Visité los diez hospitales y clínicas que DDD creó a lo largo de estos años para atender a los sirios desplazados por la guerra. Cada uno de ellos atiende entre 500 y 1000 personas muy enfermas de forma diaria. La magnitud de lo realizado en condiciones vida y seguridad tan extremas es tan grande que solo cuando lo ves eres capaz de entenderlo.

El motivo de este escrito es despertar. Los fallecidos y aquellos que sobrevivieron merecen que quiénes somos ajenos a esta tragedia les acompañemos en su luto y les ayudemos a reconstruir sus vidas.

D.E.P

Leticia Dorsch Buzón es Abogado y Doctora en Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Empresaria con intereses de negocio en Turquía y España e intereses en el desarrollo económico en zonas de conflicto e inestabilidad política. Colabora y apoya económicamente a ONGs en especial, desde el año 2014 a Dünya Doktorlari (Médicos del Mundo Turquía, DDD), como un deber del sector privado.

 

 

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